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monte del santísimo cristo de la Vera+Cruz |
El
“lugar de la calavera” o “monte de la calavera”, en
referencia al monte Calvario, del latín Calvae
o Calvariae Locus,
y al Gólgota, transliteración del arameo Golgotha,
fue el nombre con que se conocía la pequeña colina situada a las
afueras de Jerusalén en la que fue crucificado Cristo. Tal
denominación tenía un origen confuso ya que hubo quienes lo
atribuían al carácter escabroso del lugar y los que la vincularon a
la forma de calavera que tenía el saliente rocoso en una de sus
laderas. Según una antigua tradición judeocristiana fue
precisamente al este del Calvario, bajo el lugar donde murió Cristo,
donde estaba la gruta de los
tesoros en la que fueron
enterrados los restos mortales de Adán. De manera que allí donde
yacían los despojos del primer hombre, por el que vino el pecado al
mundo, se izó la cruz redentora en la que el Hijo de Dios murió
inmolado para redimir a la humanidad del pecado original y darle la
vida eterna. En este sentido, señaló San Pablo en su Primera
Epístola a los Corintios
(15: 22) que “del mismo modo que por Adán mueren todos, así
también todos resucitarán en Cristo”.
Esta
rica tradición simbólica hizo que la representación de Cristo
crucificado con la calavera a los pies de la cruz se prodigara en
pinturas y esculturas desde la Edad Media. Su presencia aludía al
“monte de la calavera” y al cráneo del padre del género humano,
en referencia directa al paralelismo existente entre el “viejo” y
el “nuevo Adán”. En el fondo simbolizaba el triunfo de la cruz
sobre la muerte, en clara alusión a la Resurrección de Cristo y su
acción redentora. En los siglos del Barroco la calavera adquirió
otras connotaciones relativas a la vanitas
(vanidad) del ser humano. Con su representación se pretendía poner
de manifiesto la fugacidad de los placeres mundanos, para recordarle
al hombre la transitoriedad de la vida y la inanidad de lo perecedero
frente a la certeza de la muerte. En ocasiones la calavera aparecía
coronada al pie de la cruz, como representación alegórica que
simbolizaba la muerte dominante en el mundo y el reinado del pecado
vencido con la Redención de Cristo.
Dentro
de las representaciones procesionales debió ser frecuente la
composición del Crucificado con una calavera en su entorno,
especialmente durante el siglo XIX. Las modas que se fueron
sucediendo, con su moderna asepsia, dieron al traste con esta
simbólica tradición. En la actualidad, entre otros ejemplos, la
podemos encontrar a los pies de la cruz en el Santísimo Cristo del
Remedio de Ánimas, de Córdoba; el Santísimo Cristo de la Viga, de
Jerez de la Frontera; o el Santísimo Cristo de la Vera-Cruz de
Benacazón; y ahora en el Santísimo Cristo de la Vera-Cruz de Osuna.
Su
incorporación en el paso neogótico que hiciera Hipólito Rossi para
la Hermandad crucera de la villa ducal se inserta dentro de la senda
marcada hace años, con la que se pretendía dotarlo de una
inveterada ambientación de raigambre decimonónica, asociada a la
estética romántica que lo gestó entre 1894 y 1895. A la postre nos
encontramos ante una composición prolija en recursos y detalles
contextuales, en la que se amalgaman distintos elementos alegóricos,
algunos de carácter narrativo, que crean un poliédrico
universo iconográfico cargado
de simbolismos. Se
compone como un retablo itinerante con escenas de la Pasión, donde
predominan las líneas rectas de los calados doseletes, los pináculos
rematados por cardinas y los gabletes que coronan angulados
ventanales y arquerías apuntadas, enfatizando el sentido ascendente
predominante que subraya su impulso vertical. El conjunto se completa
con los ensortijados guardabrisas que, con sus características
lágrimas de cristal en las tazas de las tulipas, aportan una sutil
elegancia que resta pesadez a la plúmbea composición. En ella se
contextualiza la figura individualizada de Cristo en un paisaje que
viene a redundar en esa sensibilidad turbadora propia de la
espiritualidad decimonónica. Nos encontramos con un monte silvestre
poblado de cardos y espinos, imagen arquetípica que nos recuerda que
por el pecado de Adán el suelo sería maldito y produciría espinas
y abrojos (Génesis
3:18), y nos remite a la profecía de Isaías (7: 23-25), en la que
la zarza se extendería por la tierra donde antes hubo mil cepas.
También aparece uno de los paradigmas inherentes al imaginario
romántico, la ruinosa y funesta hiedra que, con la injuria del
tiempo, rastrera se enreda por los parduzcos pedregales y, en los
confines del trono, se enhebra por la crestería hasta precipitarse.
Las rosas rojas entreabiertas, que dispersas menudean para
entrometerse entre tanta escabrosa maleza, recuerdan el carácter
salvífico de la sangre redentora de Cristo, en especial la que se
yergue enhiesta a los pies de la cruz. Otros detalles que se
incorporan ahora se aprestan al pormenor descriptivo y le confieren a
la obra un cariz intensamente naturalista, que se adentra en el
realismo más acendrado y afinan la intensidad expresiva y sugerente
de la representación. Uno de ellos son las terminaciones angulosas
de los clavos por la parte trasera de la cruz, emulando haber sido
torcidos por los martillos y tenazas de los verdugos. Otros son las
estacas que fijan la cruz a las piedras
que se amontonan en su base. Y
para completar esta imponente representación artística de larvada
simbología la obra adquiere su definitiva dimensión de recursos y
emociones al ampliar el entorno rocoso de riscos, con clara
intencionalidad dramática, e incorporar el detalle truculento de la
escabrosa e inquietante calavera. Toda una metáfora lúgubre y
estremecedora de la vacua temporalidad de la vida y sus vanidades
provisorias, sobre las que triunfa la Verdadera Cruz donde muere
clavado el Santísimo Cristo.
PJMS
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