martes, 22 de marzo de 2016

El Calvariae Locus del Santísimo Cristo de la Vera-Cruz



monte del santísimo cristo de la Vera+Cruz
El “lugar de la calavera” o “monte de la calavera”, en referencia al monte Calvario, del latín Calvae o Calvariae Locus, y al Gólgota, transliteración del arameo Golgotha, fue el nombre con que se conocía la pequeña colina situada a las afueras de Jerusalén en la que fue crucificado Cristo. Tal denominación tenía un origen confuso ya que hubo quienes lo atribuían al carácter escabroso del lugar y los que la vincularon a la forma de calavera que tenía el saliente rocoso en una de sus laderas. Según una antigua tradición judeocristiana fue precisamente al este del Calvario, bajo el lugar donde murió Cristo, donde estaba la gruta de los tesoros en la que fueron enterrados los restos mortales de Adán. De manera que allí donde yacían los despojos del primer hombre, por el que vino el pecado al mundo, se izó la cruz redentora en la que el Hijo de Dios murió inmolado para redimir a la humanidad del pecado original y darle la vida eterna. En este sentido, señaló San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios (15: 22) que “del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos resucitarán en Cristo”.
Esta rica tradición simbólica hizo que la representación de Cristo crucificado con la calavera a los pies de la cruz se prodigara en pinturas y esculturas desde la Edad Media. Su presencia aludía al “monte de la calavera” y al cráneo del padre del género humano, en referencia directa al paralelismo existente entre el “viejo” y el “nuevo Adán”. En el fondo simbolizaba el triunfo de la cruz sobre la muerte, en clara alusión a la Resurrección de Cristo y su acción redentora. En los siglos del Barroco la calavera adquirió otras connotaciones relativas a la vanitas (vanidad) del ser humano. Con su representación se pretendía poner de manifiesto la fugacidad de los placeres mundanos, para recordarle al hombre la transitoriedad de la vida y la inanidad de lo perecedero frente a la certeza de la muerte. En ocasiones la calavera aparecía coronada al pie de la cruz, como representación alegórica que simbolizaba la muerte dominante en el mundo y el reinado del pecado vencido con la Redención de Cristo.
Dentro de las representaciones procesionales debió ser frecuente la composición del Crucificado con una calavera en su entorno, especialmente durante el siglo XIX. Las modas que se fueron sucediendo, con su moderna asepsia, dieron al traste con esta simbólica tradición. En la actualidad, entre otros ejemplos, la podemos encontrar a los pies de la cruz en el Santísimo Cristo del Remedio de Ánimas, de Córdoba; el Santísimo Cristo de la Viga, de Jerez de la Frontera; o el Santísimo Cristo de la Vera-Cruz de Benacazón; y ahora en el Santísimo Cristo de la Vera-Cruz de Osuna.
Su incorporación en el paso neogótico que hiciera Hipólito Rossi para la Hermandad crucera de la villa ducal se inserta dentro de la senda marcada hace años, con la que se pretendía dotarlo de una inveterada ambientación de raigambre decimonónica, asociada a la estética romántica que lo gestó entre 1894 y 1895. A la postre nos encontramos ante una composición prolija en recursos y detalles contextuales, en la que se amalgaman distintos elementos alegóricos, algunos de carácter narrativo, que crean un poliédrico universo iconográfico cargado de simbolismos. Se compone como un retablo itinerante con escenas de la Pasión, donde predominan las líneas rectas de los calados doseletes, los pináculos rematados por cardinas y los gabletes que coronan angulados ventanales y arquerías apuntadas, enfatizando el sentido ascendente predominante que subraya su impulso vertical. El conjunto se completa con los ensortijados guardabrisas que, con sus características lágrimas de cristal en las tazas de las tulipas, aportan una sutil elegancia que resta pesadez a la plúmbea composición. En ella se contextualiza la figura individualizada de Cristo en un paisaje que viene a redundar en esa sensibilidad turbadora propia de la espiritualidad decimonónica. Nos encontramos con un monte silvestre poblado de cardos y espinos, imagen arquetípica que nos recuerda que por el pecado de Adán el suelo sería maldito y produciría espinas y abrojos (Génesis 3:18), y nos remite a la profecía de Isaías (7: 23-25), en la que la zarza se extendería por la tierra donde antes hubo mil cepas. También aparece uno de los paradigmas inherentes al imaginario romántico, la ruinosa y funesta hiedra que, con la injuria del tiempo, rastrera se enreda por los parduzcos pedregales y, en los confines del trono, se enhebra por la crestería hasta precipitarse. Las rosas rojas entreabiertas, que dispersas menudean para entrometerse entre tanta escabrosa maleza, recuerdan el carácter salvífico de la sangre redentora de Cristo, en especial la que se yergue enhiesta a los pies de la cruz. Otros detalles que se incorporan ahora se aprestan al pormenor descriptivo y le confieren a la obra un cariz intensamente naturalista, que se adentra en el realismo más acendrado y afinan la intensidad expresiva y sugerente de la representación. Uno de ellos son las terminaciones angulosas de los clavos por la parte trasera de la cruz, emulando haber sido torcidos por los martillos y tenazas de los verdugos. Otros son las estacas que fijan la cruz a las piedras que se amontonan en su base. Y para completar esta imponente representación artística de larvada simbología la obra adquiere su definitiva dimensión de recursos y emociones al ampliar el entorno rocoso de riscos, con clara intencionalidad dramática, e incorporar el detalle truculento de la escabrosa e inquietante calavera. Toda una metáfora lúgubre y estremecedora de la vacua temporalidad de la vida y sus vanidades provisorias, sobre las que triunfa la Verdadera Cruz donde muere clavado el Santísimo Cristo.


PJMS

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